Y hay sinceridad en estos cuentos de Paquita Fernández; en esa aventura en busca de sí misma; en ese interés por lo que pueda encontrar dentro de su persona. En Mateo se dice que el reino de Dios está en cada uno de nosotros; algo que sólo es verdad siempre que se quiera y se sepa buscar. Y, de la misma manera, está también, dentro de nosotros, la belleza -y la belleza artística, con ella-. No hay cosas bellas en sí mismas, sino en el ojo que las mira. Yo puedo mirar ese sauce que está junto a mi ventana, bien como un ejemplar de la clase de los sauces, bien como un objeto único e irrepetible, diferente de cualquier otro que exista en el universo. El primer punto de vista no es sincero, en el sentido de que aquí hablo; el segundo es el de la entrega al objeto, sea cosa o palabra, y es el de la sinceridad esencial; el de la autenticidad. La encontramos en los refranes populares o en los romances, y también aquí: la sinceridad ingenua con que se miran las cosas de dentro y las de fuera. Pero la autora es siempre ella misma: no crea nunca personajes sino situaciones, porque ella es siempre su único personaje, bajo mil apariencias diferentes. Éste es el testimonio de la personalidad de la autora, cambiando constantemente de punto de vista y atreviéndose a explorar todo lo que se le pone a tiro, desde los temas de los relatos, hasta las formas del lenguaje en que están escritos, siempre llano y familiar, con un manifiesto desdén por la retórica de los que sólo pretenden escribir como escritores.
