Manuel RodrÃguez Sánchez habÃa nacido un dÃa en el que en Córdoba no pasaba nada. Cuando su féretro era llevado entre llantos por la ciudad, los aviones llovÃan flores. Perdió la vida cuando, posiblemente, ya hacÃa tiempo que la amargura por la incomprensión, personal y pública, se la habÃa quitado a dentelladas. El arrepentimiento que siguió a su muerte marcó su época: ?Cuando mataron Manolete, falleció la última vÃctima de la guerra civil?, escribió Sánchez Dragó; ?cuando mataron a Manolete, yo tuve meningitis?, decÃa mi tÃo Luis. Ese cuando lo mataron nos quiere hacer pensar que Islero fue una simple mano ejecutora de designios más altos. Luego vinieron los poemas, el qué bueno era, y el pisando esos terrenos tenÃa que morir asÃ. Y rápidamente la mitificación. Y en esa mitificación, para algunos mistificación, hemos caÃdo todos, hasta el punto que parece que desde su muerte se ha pretendido dirimir nuestro deseo por asociar su nombre a quienes nunca, por razones evidentes, él mismo podrá ya rechazar, y este autor, en cuanto escribe del mito, forma parte de ese autoengaño. Podemos considerarnos amigos de él, podemos decir que en vida nos dijo secretamente tal cosa, podemos vanagloriarnos de tener alguna reliquia del santo o una fotografÃa en la que nos sonrÃe. Es por eso que la realidad sobre Manolete parece tener un fondo de tambores que suenan a muerte, como aquella grandiosa pelÃcula titulada Yo anduve con un zombie. Manolete sigue vivo o al menos es un no muerto, un zombie cuya voluntad última, su verdadero significado en la historia y el consciente colectivo la hemos ido moldeando entre todos desde que murió, al son del tambor de cada uno. Ya lo decÃa Goethe, en una carta a Johann Kaspar Lavater, ?trato los huesos como un texto al cual se puede atribuir vida y humanidad.? Hemos convertido en semidiós a quien siempre llevó, desde novillero, puesta la misma montera y hacÃa que su mozo de espadas le lavara una y otra vez la misma camiseta que se ponÃa bajo el traje de luces, hasta que se deshizo por el uso.